Me sentí presa de un deseo irrefrenable, excitación, fogosidad, llamado al desenfreno. Sobre el camino sopesé mi saldo en el bolsillo, y me introduje en una frutería con harta prisa. Ahora tengo frente a mí al objeto de mi deseo, estoy a punto de resolver, satisfactoriamente, mi urgencia de sandía.
Y pensar que me voy a ir de este mundo sin sentir mi sed colmada por tus besos. Y pensar que me guardarán en un lugar oscuro y sin aire como se hace con los sentenciados a olvido. Y pensar que no rosaré más tu piel con la cutícula de mi sobriedad hecha deseo. Y pensar que todo esto que escribo no provocará en ti la urgencia de vaciar el odre del pecado. Y pensar que en mi vida fuiste llama que me abrazó de manera imprevista y fugitiva. Lo demás cabe en el signo abierto de mi aspiración por ti.
Me siento feliz de que aún exista el paraíso. En alguna isla del Pacífico Sur, en cierto archipiélago de Oceanía, o a la vuelta de la esquina, en Tijera o Salchi. Si aún no han horadado la tierra y sembrado estructuras para contaminar los días de sol y las noches de luna, si aún no descargan chorros de miasmas pestilente en sus costas la mar de fabulosas. Puedo decir con holgura que he pisado el paraiso, y he comido la grata manzana que proveen los llanos y simples cocoteros. Y que he respirado la brisa como sustituto del aire para sentirme invicto en este paraíso de fécula dorada. No hay Adán ni Eva en este paraíso, es un edén que vale por sí solo, y es capaz de arroparme en esta aspiración de eternidad que me exaspera.
No quiero el poder si este me lleva a sentirme más que los otros. No lo quiero si me trae la comodidad de la cual los otros carecen. Si me impele a mentir para conservar prebendas y privilegios. Ese poder que enferma, que no sosiega, que te hace odiar la sinceridad y el afecto. A ese no lo quiero, y hago votos por no tenerlo conmigo o siquiera a mi lado. No es mi fuerte el encanto de lo ganado a costa de la simpleza o hasta de la ignorancia del otro; lo deploro, se me hace perverso, y quizá hasta un ejercicio de abigeato con los de nuestra especie. No es mi fuerte el poder malsano, rastrero y rabioso, capaz de cegar, lapidar, arrollar y hasta causar el mas grave perjuicio. Le digo adiós a quienes lo ostentan. No quiero estar ahí cuando el juicio del pueblo se haga valer en contra de quienes lo han traicionado.
Un ramo de gardenias compré pensando en ti, el día de tu cumpleaños confieso que así fue. Lo guardo en mi certeza cual pálido estandarte, pero pasan los días y el ramo sobrevive. En tanto se marchita no puedo hacerte entrega de su mirar de nube y su color de vida. Sabrás que fue tan cierto que estas son las gardenias, las llevo aquí conmigo para ofrecerte siempre el culto de mi sangre a tu ternura inmensa. Cuando las toques prueba: no sólo son palabras, pues lucen sus colores y muestran su perfume para entender la vida con un sabor de luz. Aquí yo te las dejo, gaviota de mi sangre, consérvalas pues nunca se habrán de marchitar.
Has entrado a mi vida con el vértigo del agua al caer. Por la puerta del frente entraste un día húmeda de seda y albahaca. Desde entonces el eco de tu paso redobla sin cesar en mi semblante. Sé que para ti eso es vano, porque no soy la alegría vocinglera que esperaste hallar para rendir tu corazón. Solo ocupo mi tiempo en decírtelo sin propósito alguno, al fin que mi pecho es una casa de puertas abiertas.