No es el espejo que refleja
la forma convexa de un cuerpo
al rumbear la hipnótica danza
que me tiene atrapado.
No es la belleza de un rostro
que me mira desde la luz
silenciosa, que se desperdiga
en la quieta madera del salón.
Es la dulzura, el gozo
con que evoco
la nomenclatura perfecta
de una nave,
el cristal de una esfera
y su forma precisa.
Todo lo demás es música
y música y música,
un sólo vaivén,
un sólo reposo.
Música que se afana en la piel
con el deleite más vasto,
en un tempo que reposa,
del silencio a la fusa,
sobre un tobillo de mármol.
Mis ojos regresan a esa
perfecta bóveda
que me tiene atrapado,
cuando la campana
detona el compás de montuno
y entro en desvarío.
La copa, el deleite, los sueños,
la pompa, mi mano, la danza,
la noche, un pregón de deseo.
Al fin la pasión que se sacia,
exultante, aciaga y frenética.
Y mi mano proclama su triunfo,
con este impecable danzón.